martes, 3 de junio de 2014

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Este es un relato corto que escribí con trece años.

Jadeo tras jadeo. Suspiro tras suspiro. Mi respiración se entrecorta. Mi tiempo se agota. Ya casi no puedo aguardar entre la desesperación. La sangre que corre por mis venas quiere huir rápidamente por la herida de mi vientre. Mi corazón se acelera. La visión se me hace cada vez más borrosa. Se me entumecen las piernas. Cuento los segundos.

Pero, justo en ese momento, en el mismo instante en el que iba a cerrar los ojos para siempre, él aparece de entre la espesa niebla nocturna. Sobresaltado por lo que ven sus ojos se arrodilla. Está desesperado, confuso por la imagen tétrica de mi cuerpo teñido en sangre, obviamente causa de los estragos de un arma blanca. Lágrimas cristalinas brotan de sus ojos. Con la boca ensangrentada pretendo pronunciar una palabra: su nombre.

Me inunda un sentimiento que ya conozco, quiero manifestarlo, pero él se me adelanta. Sus palabras son sencillas, aunque de cada una de ellas brota una nueva sensación dentro de mí, cálida, serena. Intento articular unas palabras, las últimas, pero me falta el aliento. Procuro lanzarle una mirada que lo exprese, pero mis párpados pesan demasiado. Finalmente se cierran.


Le cojo débilmente la mano en un desesperado intento de hacerle entender lo que siento. Pero es demasiado tarde. No tengo fuerzas. Solo puedo expresar con mi último suspiro un frágil susurro silente que diga la palabra más desgarradora que se puede mencionar en una situación como esta... adiós.

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